Maria Nicolau: El queso, el ingrediente secreto del amor | Gastronomía: recetas, restaurantes y bebidas | EL PAÍS
Mi amor no tiene un gran conocimiento sobre quesos. Cuando lo conocí, hace ya varios años, su perspectiva sobre el mundo del queso se resumía, según él, en tres amplias categorías: los tranchetes, el manchego y los restantes. “Los Restantes” no eran de su agrado. Eran malolientes, blandos, enmohecidos y repugnantes. Demasiado intensos para su gusto. No es que los hubiera probado —ni todos, ni siquiera algunos— para llegar a esa conclusión. Su rechazo hacia los “Restantes Quesos” era absolutamente contundente, pero no derivado de ninguna experiencia previa; su postura era tan firme que no necesitaba ninguna confirmación empírica que avalara su convencimiento. Para él, todos los quesos, considerados en su conjunto, apestaban. Y así de claro. En mi hogar y en mi entorno, cuando era pequeña, se utilizaban términos similares para referirse al queso. De hecho, estoy segura de que muchas personas todavía viven hoy ancladas en esa misma cosmovisión.
Pero para mí, un día con queso es, de forma clara, diáfana y sin fisuras, un día mejor, y he vivido siempre con tres o cuatro tipos de queso bueno en la nevera, listos para elevar cualquier salsa a las alturas, transformarse en cena acompañados de pan tostado, o para funcionar como aperitivo, resopón o golosina, en una escapada furtiva al frigorífico.
Cuando me instalé en casa de mi novio, para emprender la aventura de la convivencia, hoy hace ya unos años, me llevé a mis quesos conmigo. Al verme meterlos en la nevera, me regaló una mueca de asco. “Yo ya amaba los quesos antes de saber que tú existías”, advertí. “He vivido cuarenta años sin ti, pero nunca sin ellos. Tenlo presente antes de soltar lo que sea que estés a punto de decir”. Calló. “¡Toma! ¡Prueba este! ¡Es alucinante!”, le achuché.